Las hojas verdes que observo son las mismas que han estado siempre, las reconozco más por la oscuridad en que me inundan que por la luz que logra insolentemente pasar a través; esas hojas que han sido mi compañía por tanto tiempo y que me protegen, sin hacer ruido ni pedir reembolso, pues no me cuidan por voluntad propia, sino a causa de su única naturaleza protectora, la propiedad inherente de la perpetuación que actúa sobre mi de manera indirecta, a través de las hojas, y me mantiene vivo bajo ellas, mejor dicho bajo su sombra.
No extraño el sol, apenas recuerdo su sensación como una desagradable, de las que mi memoria no se preocupa por perpetuar y por lo tanto se desvanecen junto a las nimiedades de la vida diaria, que también salieron de mi rutina al tiempo que lo hacían los calientes rayos del sol.
Sí, abandoné el sol y las actividades rutinarias de mi vida, académica y enfermiza, para incubarme en esta cámara amniótica formada por hojas de árbol selvático, viviendo solamente con los nutrientes que me son entregados y que yo consumo de manera lenta y constante, tanto así que durante todo el tiempo que mis ojos están abiertos me dedico a masticar esas raíces que crecen a mi alrededor sólo con el objetivo de permitírmelo a mi.
Recuerdo el rostro desencajado que tenía ella esa noche, unos ojos sorprendidos que observaban el techo de madera y una bombilla ahorradora, como aterrados por su falta de luz, mientras un hilillo de sangre, ya seca, se proyectaba de sus fosas nasales hasta las rémoras de lo que seguramente fue una acumulación de saliva convertida en espuma al escapar a través de una dentadura apretada que apenas soportaba la fuerza que imprimía la mandíbula. Víctima de un veneno, no se de cual, habían demasiados en nuestras manos todos los días, que yo usaba para limpiar el piso y encerar mi auto, pero que ella decidió beber para quitar el alma de su cuerpo.
Sirviéndome de mi índice y mi meñique halé los párpados por encima de las pupilas, pero aún así aquella mirada sorprendida penetraba a través de la fina piel y no paraba de observar la bombilla, el techo de madera, y a mi, atravesaba también mis párpados, fuertemente cerrados, con su mirada aguda, y le preguntaba directamente a mi cerebro si era culpa de ella que el libro no se pudiera publicar.
-No, la culpa no es tuya, es del escritor.
-¿Tenías que escribir de mí? No soy materia para libros.
-No de libros, pero sí de escritor, además muchos de los grandes se han inspirado de la misma forma.
-Los vampiros se publican, y la alacena está vacía hace mucho.
-En este hogar no sobrevivirían jamás esos desgraciados, estamos funcionando con aire, son mascotas que requieren mucho cuidado.
Después de esa conversación matutina que siempre intentaba ridiculizar un poco para no sentir su indiscutible verdad, nos sentábamos en la mesa para comer lo poco que quedaba en la casa, esa comida que antes tenía como destino la basura o que incluso fue necesario sacar de aquella caneca verde y maloliente, masticábamos en silencio disfrutando la sensación de náuseas que causaba la comida al entrar en nuestro sistema. Salía a intentar publicar mi libro o tal vez a encontrar trabajo como redactor en un diario de crónica roja, mientras ella se bebía el blanqueador o el detergente.
Salí corriendo, escapando aquella mirada que no respetaba los tejidos humanos, para encontrarme con un sol gigante, un circulo resplandeciente que caía sobre mi piel sometiéndola a una lenta cocción, sin idea alguna de cuando y donde, sólo ese disco que me atraía hacía el con su tamaño legendario para convertirme en cenizas, hasta que llegué al bosque y me liberé de mi existencia.
Por eso no extraño el sol, porque para mi ya no existe sol alguno, mi mundo está compuesto por frondosos árboles que se siguen infinitamente hacía todos los puntos cardinales, pero dispuestos de tal manera que jamás se repiten, y mis muros están encima y debajo, encima las verdes hojas que me acompañan y protegen, y debajo las hojas secas que son testigo de que el tiempo alguna vez existió y que unos pies se afanan por tocar, mientras observo en cada rama el cuerpo suspendido por el cuello de un algo que al parecer un día, hace mucho, se llamó a si mismo hombre.
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